El fin de la España cañí






 























Todo empezó a irse al traste con el cambio de milenio. Aunque muchos elegidos, borrachos de vino fino, rosetones en el pelo y euros recién acuñados, aún no lo supieran, tenían los días contados. Corría el año 2003, acabado de estrenar el siglo XXI, cuando dos ya entonces casi cincuentones, Isabel Pantoja y Julián Muñoz, encandilaron y abochornaron a partidarios y detractores dándose un lotazo de órdago como adolescentes en celo arrellanados en un coche de caballos en El Rocío. Olé nosotros, que se mueran los feos –y los pobres–, parecían pregonar la exviuda de España y el exalcalde de Marbella, la Pantoja y Cachuli para el mundo, fundiéndose quizá los fondos públicos que esquilmaban a serones. Hoy, cada uno pena sus respectivos delitos en la trena como delincuentes convictos, que no confesos. Apestados sociales. Proscritos hasta de ¡Hola!, el oráculo que daba y quitaba el marchamo de celebridad de pata negra en estos lares.

Isabel, que regateó hasta el final con su señoría el monto de la multa y la fecha de entrada, entró en prisión con las botas camperas puestas, como dijo que haría. Antes tuvo tiempo de enviar una corona de claveles a la Duquesa de todas las duquesas, de cuerpo presente en la catedral de Sevilla. Con ese deceso y ese ingreso acaba una época. El firmamento de la España cañí se apaga. Salvo el Lucero del Alba, con Cayetana- Venus alumbrando desde arriba su leyenda, muchas de sus antes rutilantes luminarias han devenido en enanas marrones o aerolitos caídos.


El Rey ya no es el Rey. Ni la Reina, la Reina. Ni las Infantas, las Infantas. De ahí para abajo, el escalafón de las celebridades más carpetovetónicas del país ha dado un vuelco irreversible en los últimos años. No consta que el tsunami de Podemos haya tenido nada que ver en la debacle, porque, entre otras cosas empezó antes de que Pablo Iglesias saliera en ninguna tele. En la mayoría de los casos, ha sido el tiempo, el infortunio o el propio empeño de los interesados en destrozarse la reputación, el que ha acabado llevándoselos por delante. Corría septiembre de 2004 cuando Rocío Jurado, la más grande intérprete de copla de su época según tirios y troyanos, anunciara que tenía un cáncer de páncreas devorándole las entrañas en el jardín de su casa de La Moraleja. Su muerte, año y diez meses después, dejó a sus fans huérfanos y a los suyos gravemente desarbolados ante la vida. Hoy, su viudo, el legendario torero Ortega Cano, purga dos años y medio de cárcel por un homicidio imprudente provocado por conducir ebrio, y los problemas de su hermano y de sus hijos constituyen muchas tardes el menú de los programas del corazón más salvajes de la parrilla.

Los toreros tampoco ya no son lo que eran. Hasta bien entrados los 2000, quien no tuviera un abono en Las Ventas o en La Maestranza, o en ambas, que para eso estaba el AVE, no era nadie en según qué círculos. Los toreros eran mitos vivos, y poco menos que héroes nacionales en la consideración de la mayoría. Hoy, recién fallecido José María Manzanares y retirados de los ruedos Jesulín de Ubrique y Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez, muchos diestros en activo se las ven y se las desean para llenar los cosos, están prohibidas las corridas de toros en Cataluña, y muchos presuntos “festejos taurinos”, como el Toro de la Vega, acaban con problemas de orden público entre aficionados y defensores de los animales.


El Rey ya no es el Rey. De ahí para abajo, el escalafón de las celebridades más carpetovetónicas  ha dado un vuelco irreversible Manolo Escobar, el rey del pasodoble, y Sara Montiel, nuestra primera pica en Hollywood, elegantes hasta el fin, hicieron discretamente mutis por el foro y, con sus exequias, resucitaron brevemente su leyenda en la memoria colectiva de los mismos que les llevábamos ninguneando desde hacía lustros. Hasta monseñor Rouco Varela, eterno arzobispo de Madrid y el prelado español con más poder en los últimos 40 años, tuvo que irse por la puerta pequeña el pasado 14 de octubre en una misa de despedida de perfil bajísimo en la catedral de La Almudena, caído en desgracia ante los nuevos vientos del Papa Francisco. Con lo que a Su Eminencia le hubiera lucido ocupar un sitial de privilegio en el solemne funeral de la Duquesa.

La vida, no obstante, sigue. El pasado viernes a media tarde, la baronesa viuda Carmen Thyssen Bornemisza, Tita Cervera para la hemeroteca de la fama patria, firmaba ejemplares de las memorias de su esposo el barón a las señoronas del barrio de Salamanca de Madrid y a mitómanos de todo pelaje en El Corte Inglés de Goya sin que se le cayeran los pedruscos de los anillos. A ella nunca le importó arremangarse y ponerse manos a la obra. De hecho, las ha dictado, editado, y supervisado ella hasta la última coma, con la “inestimable ayuda” de José Antonio Olivar, director adjunto de ¡Hola! Sería interesante si Olivar, testigo privilegiado del quién es quién patrio, piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo que parece claro es que películas como La escopeta nacional y Todos a la cárcel son un prodigio de sofisticación, exquisitez y elegancia al lado de la insoportable vulgaridad de la correa de transmisión de Gürtel, el mangoneo de Nóos, los papeles de Bárcenas, las tarjetas negras de Bankia, los latrocinios de los Pujol, las cacerías de Los Púnicos y los tejemanejes de, al cierre de esta edición, el último futuro preso y político, Carlos Fabra. ¡Vuelve, Berlanga!

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